Y la pieza se deformó. Como en una pintura de Dalí, las paredes se hicieron líquido y comenzaron a chorrear y a fundirse con el suelo y la oscuridad de la boca del viejo y la oscuridad que trepaba por el cuarto se unieron en un abrazo escatológico. Todo fue desorden, caos, pintura-mundo, mundo-cuadro, y entonces Emilio pensó que esta era la hora, este era el instante máximo que justificaba todos sus vicios y todas sus locuras.
-¿Voy a ascender? ¿Podré jugar al truco con el Jefe?-preguntó, excitado, como un chico alegre.
-Puede ser. Uno nunca sabe que pasa en estos casos. Ni los dioses de
Y la pieza continuó deformándose. Y las paredes y el suelo se hicieron música, música minimalista, galopante, ruidosa y, por momentos, dulce, exquisita, como queriendo engañar a los sentidos, como queriendo vender algo ambiguo (los dioses son obreros del marketing).
-¿Cuánto dura el proceso?
-Calla hijo, por las barbas del quetejeidí, calla…
Y el proceso continuó y fue demencial. Hasta que en un momento, todo se calmó. Se hizo la nada, la nada misma, sin nada, sin algo, solo nada y los dos seres del mundo de las formas que todavía podían usar la lengua y transformar los sucesos en sonidos simbólicos hablaron.
-¿Y esto?-dijo Emilio, asustado.
-Dejame de romper las pelotas, nene, que se yo, que mierda voy a saber si yo soy adicto a las formas y a las rugosidades y mirá donde vengo a terminar, hijo de una gran puta...
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