jueves, 13 de noviembre de 2014

Día en Miramar - Esteban Moscarda



Llegaste tarde porque te tomaste una birra en la terminal
y el colectivo se te fue
pero no importa: tenés el mar y un cielo grisáceo
y la libertad de no tener apuro.
Alquilás una bici, enfilás para el vivero
de grandes árboles y soledades absolutas.
A la entrada está Cristo, gigante y de madera.
Más allá playas rocosas y médanos mínimos
y todo el mar de un lunes a las seis de la tarde.
Ah nubes de témpera,
Ah mar hacia el sur bien al sur.
Luego pegar la vuelta, la bici se hunde en la arena.
Agarrás un camino, te internás entre el verde.
Una moto pasa rugiendo, un insulto a aquel silencio.
Das vueltas, el verde oscuro te come.
Te perdés, unas gotas de lluvia te saludan,
te dicen: apurate.
Por fin encontrás un camino de tierra.
Hay casas.
Seguís pedaleando.
De uno de los patios sale un dogo titánico.
Te persigue.
Vos te asustas, ves los dientes en tu pierna,
la sangre saliendo y mezclándose con la lluvia.
Por suerte las ruedas ya no lo conmueven,
se para, se queda atrás, observándote.
La bici entonces se te rompe.
Estás cansado pero feliz mientras la lluvia
continúa mojando el barrio.
Las piernas te arden.
Por fin encontrás la bicicletería de la Avenida 23.
La lluvia para, el atardecer se afirma.
Luego tenés el centro, la calle principal iluminada,
los negocios tranquilos y las arterias de los alrededores
bajo una oscuridad deliciosa.
Un chico se cae de su patineta, llora.
Le decís: ponete hielo.
Caminás.
Te tomás una birra, te fumás un pucho
mientras el día se desvanece
en el bondi de vuelta

que atraviesa los acantilados…

Sonidos (hay mucho para escuchar)

Paraiso Perdido

Paraiso Perdido