Llegaste
tarde porque te tomaste una birra en la terminal
y el
colectivo se te fue
pero no
importa: tenés el mar y un cielo grisáceo
y la
libertad de no tener apuro.
Alquilás
una bici, enfilás para el vivero
de
grandes árboles y soledades absolutas.
A la
entrada está Cristo, gigante y de madera.
Más
allá playas rocosas y médanos mínimos
y todo
el mar de un lunes a las seis de la tarde.
Ah
nubes de témpera,
Ah mar
hacia el sur bien al sur.
Luego
pegar la vuelta, la bici se hunde en la arena.
Agarrás
un camino, te internás entre el verde.
Una
moto pasa rugiendo, un insulto a aquel silencio.
Das vueltas,
el verde oscuro te come.
Te
perdés, unas gotas de lluvia te saludan,
te
dicen: apurate.
Por fin
encontrás un camino de tierra.
Hay
casas.
Seguís
pedaleando.
De uno
de los patios sale un dogo titánico.
Te
persigue.
Vos te
asustas, ves los dientes en tu pierna,
la
sangre saliendo y mezclándose con la lluvia.
Por
suerte las ruedas ya no lo conmueven,
se
para, se queda atrás, observándote.
La bici
entonces se te rompe.
Estás
cansado pero feliz mientras la lluvia
continúa
mojando el barrio.
Las
piernas te arden.
Por fin
encontrás la bicicletería de la Avenida 23.
La
lluvia para, el atardecer se afirma.
Luego
tenés el centro, la calle principal iluminada,
los
negocios tranquilos y las arterias de los alrededores
bajo
una oscuridad deliciosa.
Un
chico se cae de su patineta, llora.
Le
decís: ponete hielo.
Caminás.
Te
tomás una birra, te fumás un pucho
mientras
el día se desvanece
en el
bondi de vuelta
que atraviesa
los acantilados…